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Nuevos Caprichos

[O Yuniel Delgado Castillo y la libertad del monstruo]

Por Kelly Martínez

Pero recuerda siempre que los monstruos no mueren. Lo que muere es el miedo que te infunden.

Cesare Pavese. Diálogos con Leucó

Derivada del latín monere —avisar, advertir—,  la palabra monstruo ha estado con nosotros desde el imperio romano. Esta, a su vez, se deriva del protoindoeuropeo men, pensar. Lo monstruoso es otra forma de mirada y pensamiento. Como figura, el monstruo es tan viejo como la historia de las civilizaciones; desde los sedhu y lammasu sumerios hasta la esfinge, la cosmogonía de lo monstruoso nos ha acompañado desde siempre. 

Pero, si hay una cultura en la que el monstruo dominó gran parte del imaginario colectivo fue, sin dudas, la medieval. Nuestro sentido de lo monstruoso lo heredamos de ella. No hay un espacio en el Medioevo que no esté poblado por criaturas fantásticas: arquitectura, mapas, márgenes de los manuscritos, bestiarios, tratados, literatura, sermones. Compartían sitio con las criaturas de Dios en los tímpanos de las catedrales. La Edad Media inaugura el reino de lo grotesco, llamado a sacar a la vida del orden existente y crear un segundo orden o, para decirlo con Bajtin, una segunda vida(1); una liberación transitoria de lo jerárquico, lo fijo, las reglas, los tabúes. En otras palabras, una liberación de la cultura dominante, en este caso, la Iglesia y el regimen feudal. 

En ese reino gobiernan los excluidos, ya sea por su origen, características o clase social. Es la zona de lo popular, del abajo, donde las costumbres paganas siguieron latiendo con fuerza e instauraron un orden distinto o más bien un desorden con reglas propias, un caos primigenio y particular. Pero abajo refiere también a lo telúrico, a la fecundidad y a su contrario, lo subterráneo y la muerte.  Abajo se contrapone a un arriba sociopólítico que se traduce en el dominio de la razón y el espíritu como vías únicas para acceder a Dios. Allí no hay cuerpo, no hay sexo ni excrecencias. Solo iluminación y pureza. 

Grotesco es un vocablo renacentista. A finales del siglo XV, con la excavación de las grutas de las Termas de Tito, en Roma, se descubrió un tipo de pintura ornamental desconocida hasta entonces. En ella las formas antropomórficas y zoomórficas se mezclaban con formas vegetales, sin seguir orden alguno; un caos alegre, confuso y sin fronteras.  De la grotta proviene esa violación de las formas y proporciones naturales que crean una aberración y una disforia. Los monstruos son siempre excedentes o excesivos, en grandeza o pequeñez: gigantes, centauros, cíclopes; enanos, gnomos, pigmeos; con demasiadas partes ausentes: gasterópodos, esciápodos, blénidos. La perfección natural es una medida media y lo que sobrepasa los límites es “imperfecto y monstuoso”; pero imperfecto y monstruoso es también lo que sobrepasalos confines de aquella medida media que distingue la otra perfección, la del espíritu(2).

Ese reino, esa segunda vida ha reaparecido innumerables veces en la historia del arte: El Bosco, Caravaggio. Goya, con sus monstruos engendrados por el sueño de la razón. Franz Von Stuck, Schiele. Con un monstruo, el Abaporu de Tarsila do Amaral, se inicia la búsqueda de un lenguaje propio dentro de las artes plásticas latinoamericanas. Es también el reino de Francis Bacon y Remedios Varo; el de Yuniel Delgado Castillo, (La Habana, 1984) cuya obra está atravesada por cuerpos deformes, profusiones de rostros que parecen formar criaturas de mil cabezas, fragmentos aquí y allá que apuntan a lo humano como un espacio en disolución. Sus  personajes tienden a lo desgarrado. Cuando no son mancha o esbozo, los contornos se deshacen y se mezclan: partes del cuerpo que se confunden, cuerpos que se transforman en otros cuerpos, criaturas con extremidades animales. En su obra, la vida está siempre cercana a un estado primario, al nacimiento (el parto, la sangre) pero también a un estado último, a lo putrefacto y la muerte. ¿No son esos, acaso, los puntos donde nuestra existencia se toca? 

Esa presencia grotesca se vuelve muy poderosa en sus Nuevos caprichos, una serie  conformada por obras en gran formato —y generalmente en blanco y negro— cuyo título es un homenaje a Goya. Hay, en ellas, fisiologismo grosero, ese término que tantas veces se usó para referirse al Gargantúa y Pantagruel de Rabelais. Es decir, hay crudeza, escatología, violencia. Sirve como antesala a otro espacio discursivo que escapa a nuestro sentido tradicional de la belleza y  subvierte el orden, la comprensión de lo que significa existir: un péndulo que oscila entre erotismo y muerte. El trazo oscuro, agresivo, hace presión sobre el lienzo y lo convierte en zona grotesca pero capaz de belleza propia.   

Como referente inmediato, la cubana Antonia Eiriz. Delgado Castillo comparte con ella nacionalidad y, por ende, una realidad común. En 1968, Eiriz pintaba Una tribuna para la paz democrática, uno de los cuadros más controversiales de la pintura moderna cubana. Al poder no le gustaó esa tribuna vacía, esos rostros fantasmagóricos, desdibujados. Amelia Peláez o Portocarrero nos habían acostumbrado a la belleza y la obra de Eiriz se erigía desde “la fealdad”. Era un atentado contra una realidad sociopolítica y contra una tradición. 

Más allá del aspecto formal, con todas esas cabecitas que se asoman de los cuadros, Delgado Castillo heredó de Eiriz la “mala” costumbre de ser subversivo, una protesta sin panfletarismos ni estridencias. En los Nuevos Caprichos, la ironía y la sátira son herramientas para enfrentarse a la tiranía del bienestar en un mundo, paradójicamente, cada vez más en crisis. Crisis es un buen lente para mirar estos cuadros, porque crisis y crítica son vocablos hermanos, comparten raíz etimológica. Ambos hablan de  elecciones, de decisión. Son lo contrario a aceptar que un destino es inevitable. Y, al mismo tiempo, crítica y crisis están emparentadas con un vocablo más antiguo: kre, ligado a la idea de la luz del sol, de lo que es sacado a la luz. Para salir a la luz es necesario estar primero en la oscuridad y los Nuevos Caprichos habitan lo oscuro, lo nocturno, el reino del no ser, de lo indefinido. Allí todo es balbuceante, otredad. 

San Juan de la Cruz habló de la noche oscura del alma como espacio de revelaciones. Lo noche es, por excelencia, el ámbito de los místicos y del sueño. Es muerte en cuanto a regeneración de la vida, que nos sorprenderá cuando despertemos. Le pertenece a los amantes y a las brujas. Lo solar, la razón, se sacrifican en ellas. Nuevos Caprichos es también lugar de lo oscuro en cuanto a encuentro con la naturaleza primaria de lo humano: eso que somos cuando nadie nos ve y que roza, a veces, con lo bárbaro pero también con lo divino. Kre, la raíz, da también origen a otra palabra: crisálida. En su interior, como en el interior de estos cuadros, habitan larvas, criaturas que todavía no han alcanzado su destino; seres viscosos y en formación, prontas a romper esas paredes que son cuna y mortaja para, finalmene, ver la luz. Todos esos cuerpos expuestos, apiñados, sexuados, monstruosos, no hacen sino incubar posibilidades. Hay, en ellos, algo terrible y algo profundamente hermoso. La rechazamos y, al mismo tiempo nos fascinan.

A diferencia de los cánones modernos, el cuerpo grotesco no está separado del resto del mundo, no está aislado o acabado ni es perfecto, sino que sale fuera de sí, franquea sus propios límites. El énfasis está puesto en las partes del cuerpo en que éste se abre al mundo exterior o penetra en él a través de orificios, protuberancias, ramificaciones y excrecencias tales como la boca abierta, los órganos genitales, los senos, los falos, las barrigas y la nariz. En actos tales como el coito, el embarazo, el alumbramiento, la agonía, la comida, la bebida y la satisfacción de las necesidades naturales, el cuerpo revela su esencia como principio en crecimiento que traspasa sus propios límites. Es un cuerpo eternamente.incompleto, eternamente creado y creador, un eslabón en la cadena de la evolución de la especie, o, más exactamente, dos eslabones observados en su punto de unión, donde el uno entra en el otro(3).

Nuestra cultura habla de parir como dar a luz, también de morir como una vuelta a la luz. La oscuridad de los Nuevos Carpichos no es sino apariencia y trampa. Un velo, una ilusión con la que Delgado Castillo nos invita a asomarnos a lo subterráneo, a la caverna. Una vez que salimos de allí, la realidad se nos revela de manera distinta, con nueva definición y fuerza. 

El origen de la palabra capricho, que le robamos al italiano, es incierto: algunos hablan de los brincos imprevisibles de la capra (cabra); otros de capo (cabeza) y riccio (rizos), caporiccio, una forma de referirse a que los antojos de las embarazadas dejaban a sus maridos con el cabello erizado. En artes, los caprichos hablan de obras que son productos del ingenio pero no siguen ninguna regla establecida sino una voz propia. Lo caprichoso, entonces, tiene que ver con algo que se gesta arbitrariamente pero también con un deseo vehemente. Aquí, en estos Nuevos Caprichos, de Delgado Castillo, obras que se formaron con la vehemencia con que se forman los terremotos o las tormentas; esa misma vehemencia con que, paradójicamente, la fragilidad de una flor rompe la dura corteza de la tierra.

(1). Mijail Bajtin. La cultura popular en la Edad Media y el Renacimiento.  El contexto de Francois Rabelais. Madrid: Editorial Alianza. p. 11

(2). Omar Calabrese. La era Neobarroca. Madrid: Editorial Cátedra. 1987. p. 11

(3). Mijail Bajtin. ob. Cit. p. 25

Bibliografía

BAJTIN, Mijail. La cultura popular en la Edad Media y el Renacimiento. El contexto de Francois Rabelais. Madrid: Editorial Alianza. 2003.

CALABRESE, Omar. La era Neobarroca. Madrid: Editorial Cátedra. 1987. 

OSSOTT, Hanni. Cómo leer la poesía. Ensayos sobre literatura y arte. Caracas: Bid & Co Editor. 2005.